24 de enero de 2010

Metafísica de la Guerra . I

Por Julius Evola


El principio general al cual apelar para justificar la guerra en el plano de lo humano es el "heroismo". La guerra, según esto, ofrece al hombre la ocasión de redescubrir al héroe que anida en él. Rompe la rutina de la vida cómoda y, a través de las más duras pruebas, favorece un conocimiento transfigurante de la vida en función de la muerte. El instante final en el cual un individuo debe comportarse como un héroe es el último de su vida terrestre y pesa infinitamente más en la balanza que toda su existencia vivida monótonamente en la agitación incesante de las ciudades. Esto es lo que compensa, en términos espirituales, los aspectos negativos y destructivos de la guerra que el paternalismo pacifista pone unilateral y tendenciosamente de relieve. La guerra, estableciendo y realizando la relatividad de la vida humana, estableciendo y realizando también el derecho de un "más allá de la vida", tiene siempre un valor anti-materialista y espiritual.

Estas consideraciones tienen un peso indiscutible y dejan cortas todas las demagogias del humanitarismo, los lloriqueos sentimentales y las protestas de los paladines de los "inmortales principios" y de la internacional de los "héroes de la pluma". Mientras tanto, es preciso reconocer que para definir bien las condiciones por las cuales la guerra se presenta realmente como un fenómeno espiritual, se debe proceder a un examen ulterior, esbozar una especie de "fenomenología de la experiencia guerrera", distinguir las diferentes formas y jerarquizarlas para dar todo su relieve al punto absoluto que servirá de referencia a la experiencia heroica.

Para ello es preciso referirse a una doctrina que no tiene la estructura de construcción filosófica particular y personal, sino que es, a su manera, una referencia de hecho positiva y objetiva. Se trata de la doctrina de la cuatripartición en todas las civilizaciones tradicionales que da origen a cuatro castas diferentes: siervos, burgueses, aristocracia guerrera y detentadores de la autoridad espiritual. No debe entenderse por casta, como hace la mayoría, una división artificial y arbitraria, sino el lazo que une a los individuos de una misma naturaleza, un tipo de interés y de vocación idéntica, una cualificación original. Normalmente, una verdad y una función determinada definen cada casta y no lo contrario. No se trata pues de privilegios y de formas de vida erigidas en monopolio y basadas en una constitución social conocida, más o menos, artificialmente. El verdadero principio del que proceden estas instituciones, bajo formas históricas más o menos perfectas, es que no existe un modo único y genérico de vivir su propia vida, sino un modo espiritual, es decir, como guerrero, burgués, siervo y, cuando las funciones y reparticiones sociales corresponden ciertamente a esta articulación, según la expresión clásica, estamos ante una organización "procedente de la verdad y de la justicia".

Esta organización se convierte en jerárquica cuando implica una dependencia natural -y con la dependencia la participación- de modos inferiores de vida de aquellos que son superiores, siendo considerado como superior toda personalización de un punto de vista puramente espiritual. Solamente en este caso, existen relaciones claras y normales de participación y subordinación, como lo ilustra la análoga ofrecida por el cuerpo humano: allí donde no hay condiciones sanas y normales, cuando el elemento físico (siervos) o la vida vegetativa (el burgués), o la voluntad impulsiva y no controlada (guerreros), asumen la dirección o la decisión en la vida del hombre, aparece el caos; pero cuando el espíritu constituye el punto central y último de referencia para las facultades restantes, a las cuales no les es negada por tanto una autonomía parcial, una vida propia y un derecho diferenciado en el conjunto de la unidad, allí aparece el Orden.

Si bien no debemos hablar genéricamente de jerarquía, aunque se trate de la verdadera jerarquía en la que quien está en lo alto y dirige es verdaderamente superior, es preciso hablar y hacer una referencia a los sistemas de civilización basados en una élite espiritual y en donde el modo de vivir del siervo, del burgués y del guerrero terminan por inspirarse en este principio para la justificación de las actividades en que se manifiestan materialmente. Por el contrario, se encuentra en un estado anormal cuando el centro se desplaza y el punto de referencia no es el principio espiritual sino el de la clase servil, burguesa o simplemente guerrera. En cada uno de estos casos, si existe igualmente jerarquía y participación no se trata de algo natural. Se convierte en deformante y subversiva y termina por exceder los límites transformándose en un sistema en donde la visión de la vida, propia de un siervo, orienta y compenetra todos los elementos del conjunto social.

En el plano político, este proceso involutivo es particularmente sensible en la historia de Occidente hasta nuestros días. Los Estados de tipo aristocrático-sacral han sido reemplazados por Estados monárquico-guerreros, ampliamente secularizados y luego ellos mismos a su vez, han sido reemplazados y suplantados por Estados apoyados sobre oligarquías capitalistas (casta de los burgueses y de los mercaderes) y finalmente por tendencias socialistas, colectivistas y proletarias que han encontrado su eclosión en el bolchevismo (casta de los siervos).

Este proceso es paralelo al cambio de un tipo de civilización por otro, de un significado fundamental de la existencia a otra, si bien en cada fase particular de estos conceptos, cada principio, cada institución forma e imprime un sentido diferente, conforme a la nota preponderante.

Esto es igualmente válido para la guerra. Y he aquí como vamos a poder abordar positivamente la tarea que nos propusimos al principio de este ensayo: especificar los diversos significados que pueden asumir el combate y la muerte heroicas. Según se decante bajo el signo de una u otra casta,la guerra se justificaba por motivos espirituales, considerándose como una vía de realización sobrenatural y de inmortalización para el héroe (tema de la Guerra Santa), en el de las aristocracias guerreras se luchaba por el honor y por un principio de lealtad que no se asociaba al placer de la guerra por la guerra. Con el paso del poder a manos de la burguesía se produce una profunda transformación. El concepto mismo de nación se materializa; se crea una concepción anti-aristocrática y natural de la patria y el guerrero da paso al soldado y al "ciudadano" que lucha simplemente por defender o conquistar una tierra, estando los guerreros en general, fraudulentamente guiados por razones o primacías de orden económico o industrial. En fín,allí donde el último estadio ha podido ser alcanzado abiertamente, es en una organización en manos de siervos,tal como expresó perfectamente Lenin: "La guerra entre naciones es un juego pueril, una supervivencia burguesa que no nos atañe. La verdadera guerra, nuestra guerra, es la revolución mundial para la destrucción de la burguesía, y el triunfo de la clase proletaria".

Establecido esto, es evidente que el "héroe" puede ser denominador común que abrace los tipos y significados más diversos. Morir, sacrificar su vida, puede ser válido solamente en el plano técnico-colectivo, incluso en el plano de aquello que se llama hoy brutalmente "material humano". Es evidente que no es en tal plano donde la guerra puede reivindicar un auténtico valor espiritual para el individuo, cuando éste se presenta no como "material", sino -a la manera romana- como personalidad. Esto no se producen a no ser que exista una doble relación entre medio y fin, cuando el individuo es solo un medio en relación con la guerra y con sus fines materiales, sino simultáneamente, cuando la guerra y su entorno deriva como medio en relación con el individuo, ocasión o vía cuyo fin es la realización espiritual, favorecida por la experiencia heroica. Entonces existe síntesis, energía y máxima eficacia. En este orden de ideas y en función de eso que hemos dicho anteriormente, es evidente que todas las guerras no ofrecen las mismas posibilidades. Y ello en razón de analogías en absoluto abstractas, sino positivamente activas, según las vías, invisibles para la mayoría, que existen entre el carácter colectivo preponderante en los diferentes ciclos de civilización y el elemento que corresponde a este carácter en el todo de la entidad humana. Si la era de los mercaderes y siervos es aquella en la que predominan las fuerzas correspondientes a las energías que definen en el hombre el elemento pre-personal, físico, instintivo, telúrico o simplemente orgánico-vital, en la era de los guerreros y en la de los jefes espirituales se expresan fuerzas que corresponden respectivamente, en el hombre al carácter y a la personalidad espiritualizada, realizada según su destino sobrenatural. Según todo lo que desarrolla de trascendente en el individuo es evidente que en una guerra, la mayoría no puede más que sentir colectivamente el despertar correspondiente, más o menos, con la influencia preponderante de esa guerra. En función de cada caso, la experiencia heroica conduce a puntos diversos y, sobre todo, de tres formas.

En el fondo, corresponden a las tres posibilidades de relación que pueden verificarse por la casta guerrera y su principio respecto a las otras articulaciones ya examinadas. Puede verificarse el estado normal de una subordinación al principio espiritual, en donde el heroismo como desencadenamiento conduce a la supra-vida y a la supra-personalidad. Pero el principio guerrero puede ser un fin en sí rechazando reconocer aquello que hay de superior en él, entonces la experiencia heroica dará lugar a un tipo "trágico", arrogante y templado como el acero, pero sin luz. La personalidad permanece -está incluso reforzada- como le ordena el límite de su lado naturalista y humano. Siempre este tipo de héroe ofrece una cierta garantía de grandeza y naturalmente, para los tipos jerárquicamente inferiores, "burgueses" o "siervos", este heroismo y esta guerra significan superación, elevación, y realización.

El tercer caso se refiere al principio guerrero degradado, al servicio de elementos jerárquicamente inferiores (última casta). Aquí la experiencia heroica se alínea casi fatalmente con una evocación, un desencadenamiento de fuerzas instintivas, personales, colectivistas, irracionales, provocando finalmente una lesión y una regresión en la personalidad del individuo, el cual, rebajado a tal nivel, está condicionado a vivir el acontecimiento de manera pasiva o bajo la sugestión de impulsos pasionales. Por ejemplo, las célebres novelas de Eric María Remarque no reflejan más que una posibilidad de este género: gentes llevadas a la guerra por falsos idealismos constatan que la realidad es otra cosa. No desertan o abandonan, pero en medio de terribles pruebas, son sostenidos por fuerzas elementales, impulsos instintivos, reacciones apenas humanas, sin conocer un solo instante de luz.

Para preparar una guerra, tanto en el plano material como en el espiritual, es preciso ver clara y firmemente todo esto, afín de poder orientar almas y energías hacia la solución más elevada, la única que conviene a las ideas tradicionales. Luego sería preciso espiritualizar el principio guerrero. El punto de partida podría ser el desarrollo virtual de una experiencia heroica en el sentido de la más elevada de las tres posibilidades que hemos analizado.

Mostrar como esta posibilidad, más alta, más espiritual, ha sido plenamente vivida en las grandes civilizaciones que nos han precedido ilustrando así su aspecto constante y universal es algo que no depende de la simple erudición. Es precisamente lo que nos proponemos hacer a partir de las tradiciones propias a la romanidad antigua y medieval.

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