2 de marzo de 2010

La publicidad que no vende productos



Antes era una anécdota en el intermedio de cualquier película televisada y ahora hace rentable la emisión de multitud de programas y series de televisión; antes era un subproducto meramente comercial, ahora es el motivo de lujosos festivales con pretensiones artísticas. Ahora que la publicidad se vende por sí misma en colecciones de DVD en tu kiosko más cercano y es capaz de crear eventos, festivales y películas, de eliminar revistas y programas de radio o de censurar noticiarios, ahora la publicidad no está interesada en vender productos.

En EEUU, la publicidad de primeros de siglo será uno de los procesos esenciales para que la ideología puritana del ahorro se convierta en la de la familia feliz consumista de los años 20. Y aún tras la crisis del 29, transmitirá los valores de un consumo patriótico como remedio ante todos los males. Aunque lógicamente cada marca intenta distinguirse del resto para ganar clientes, el poder ideológico de la publicidad empezó a residir en lo que las une: en los códigos éticos, usos y costumbres, modas y deseos que uno tras otro, los anuncios transmiten. Cada mensaje publicitario, en la medida en que intenta satisfacer su propio interés comercial, confluye con el resto de los mensajes para conformar un espejo social, un sistema de representaciones que sirve de referente y en el que los consumidores nos comparamos.

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