Por Julius Evola No se encontrará extraño que tras haber examinado un conjunto de tradiciones occidentales relativas a la guerra santa, es decir, a la guerra como valor espiritual, nos propongamos ahora examinar este concepto tal como ha sido formulado por la tradición islámica. En efecto, nuestro fin, tal como hemos señalado en varias ocasiones, es poner de relieve el valor objetivo de un principio a través de la demostración de su universalidad, de su conformidad quid ubique, quiod ad imnibus et quod semper. Solamente así, se puede tener la sensación de que ciertos valores tienen una categoría absolutamente diferente de lo que pueden pensar unos y otros, sino también que en su esencia son superiores a las formas particulares que han asumido para manifestarse en las tradiciones históricas. Cuanto más se reconozca la correspondencia interna de estas formas y su principio único, más se podrá profundizar en su propia tradición, hasta poseerla y comprenderla íntegramente partiendo de su punto original y especialmente metafísico.
Históricamente es preciso subrayar que la tradición islámica, en el tema que nos interesa, es de alguna manera heredera de la persa, es decir, de una de las más altas civilizaciones indo-europeas. La concepción mazdeista del Dios de la Luz y de la existencia sobre la tierra como una lucha incesante para arrancar seres y cosas al poder del anti-dios, es el centro de la visión persa de la vida. Es precisamente capital considerarla como la contrapartida metafísica y el fondo espiritual de las hazañas guerreras en cuyo apogeo tuvo lugar la edificación persa del imperio del "Rey de Reyes". Tras la caida de la civilización árabe medieval, bajo formas más materiales y en ocasiones exasperadas, pero sin anular jamás el motivo original de la espiritualidad islámica, todos estos contenidos subsistieron.
Así nos referiremos a tradiciones de éste género, sobre todo porque ponen de manifiesto un concepto muy útil para aclarar ulteriormente el orden de ideas que nos proponemos exponer. Se trata del concepto de la "Guerra Santa", distinto de la "pequeña guerra", pero al mismo tiempo ligada a esta última según una correspondencia particular. La distinción se basa en un hadith del Profeta, el cual, llegado de una expedición guerrera había dicho: "Hemos vuelto de la pequeña guerra santa para la gran guerra santa".
La "pequeña guerra" corresponde a la guerra exterior, a la que, siendo sangrienta, se hacía con armas materiales contra el enemigo, contra el "bárbaro", contra una raza inferior frente a la cual se reivindicaba un derecho superior o en fin, cuando la empresa estaba dirigida por una motivación religiosa, contra el "infiel". Por terribles y trágicas que puedan ser las incidencias, por monstruosas como sean las destrucciones no deja de ser menos cierto que esta guerra, metafísicamente, es siempre la "pequeña guerra". La "Gran Guerra Santa" es, al contrario, de orden interior e inmaterial, es el combate que se libra contra el enemigo, el "bárbaro" o el "infiel" que cada uno abriga en sí y que ve aparecer en sí mismo en el momento en que ve sometido todo su ser a una ley espiritual: tal es la condición para esperar la liberación interior, la "paz triunfal" que permite participar en ella a aquel que está más allá de la vida y de la muerte, pues en tanto que deseo, tendencia, pasión, debilidad, instinto y lasitud interior, el enemigo que está en el hombre debe ser vencido, quebrado en su resistencia, encadenado, sometido al hombre espiritual.
Se dirá que esto es simplemente ascetismo. La Gran Guerra Santa es la ascesis de todos los tiempos. Y alguno estará tentado de añadir: es la vía de aquellos que huyen del mundo y que, con la excusa de una lucha interior se transforman en un tropel de pacifistas. No es nada de todo esto. Tras la distinción entre las dos guerras, expongamos ahora su síntesis. Lo propio de las tradiciones heróicas es prescribir la "pequeña guerra", es decir, la verdadera guerra, sangrienta, como un instrumento para la "Gran Guerra Santa", hasta el punto de que, finalmente, las dos no terminan siendo más que una sola cosa.
Así, en el Islam, "guerra Santa", yihad y "Vía de Dios" son utilizados indiferentemente. Quien combate lo hace sobre la "Vía de Dios". Un célebre hadith característico de esta tradición dice: "La sangre de los Héroes está más cerca del Señor que la tinta de los sabios y las oraciones de los devotos". Aquí también, como en las tradiciones de las que ya hemos hablado, la acción asume el exacto valor de una superación interior y de acceso a una vida liberada de la obscuridad, de lo contingente, de la incertidumbre y de la muerte. En otros términos, las situaciones y los riesgos inherentes a las hazañas guerreras provocan la aparición del "enemigo interior", el cual, en tanto que instinto de conservación, dejadez, crueldad, piedad o furor ciego, sirve como aquello que es preciso vencer en el acto mismo de combatir al enemigo exterior. Esto muestra que el aspecto central está constituido por la orientación interior, la permanencia inquebrantable de aquello que es espíritu en la doble lucha: sin participación ciega, ni transformación en una brutalidad desencadenada, sino, por el contrario, dominio de las fuerzas más profundas, control para no estar jamás arrastrado interiormente sino permaneciendo siempre como dueño de sí mismo, lo que permite afirmarse más allá de cualquier límite. Abordaremos ahora una imagen de otra tradición en donde esta situación está representada por un símbolo característico: un guerrero y un ser divino impasible, el cual, sin combatir, sostiene y conduce al soldado junto al cual se encuentra sobre el mismo carro de combate. Es la personificación de la dualidad de los principios que el verdadero héroe posee, ya que las emanaciones tienen siempre algo de eso sagrado de lo que es portador. En la tradición islámica, se lee en uno de sus textos: "El combate es la vía de Dios (es decir, la guerra santa) aquel que sacrifica la vida terrestre por la del más allá, combate por la vía de Dios, ya resulte muerto o vencedor y recibirá una inmensa recompensa". La premisa metafísica según la cual se prescribe: "Combatid según la guerra santa a aquellos que hagan la guerra", "matadles donde los encontréis y aplastadlos", "no os mostréis débiles, no les invitéis a la paz", pues "la vida terrestre es solamente fuego que se extingue" y "quien se muestra avaro no es avaro más que consigo mismo". Este último principio evidentemente puede compararse a aquel otro evangélico: "El que quiere salvar su propia vida la perderá y quien la pierda obtendrá la vida eterna", confirmado por este texto: "¿Qué hicisteis vosotros que creéis cuando se os ordenó: descended a la batalla para la guerra santa? Os quedasteis inmóviles. Habéis, pues, preferido este mundo a la vida futura" por lo tanto "vosotros ¿esperáis de nosotros recompensa y no las dos supremas, victoria o sacrificio?"
Este otro fragmento es digno de atención: "La guerra os ha sido ordenada, aunque os disguste. Pero algo que es bueno para vosotros puede disgustaros y gustaros lo que es malo. Dios sabe, entonces que vosotros no sabéis nada".
Aquí tenemos una especie de "amor fati", una intuición misteriosa, evocación y realización heroica del destino, con la íntima certeza de que, cuando hay "intención justa", cuando la inercia y la lasitud son vencidas, el álito va más allá de la propia vida y de la de los otros, más allá de la felicidad y de las aflicciones guiando en el sentido de un destino espiritual y de una sed de existencia absoluta, dando nacimiento a una fuerza de la que no podrá carecer el fin absoluto. La crisis de una muerte trágica y heroica se vuelve una contingencia sin interés, lo que, en términos religioso está expresado así: "Para aquellos que mueren en la vía de Dios (en la Guerra Santa) su realización no se perderá. Dios los guiará y dispondrá de su alma haciéndolos entrar en el paraíso revelado".
De esta manera el lector se encuentra de nuevo con ideas expuestas anteriormente, basadas en las tradiciones clásicas o nórdico-medievales relativas a una inmortalidad privilegiada reservada a los héroes, los únicos que, según Hesiodo, habitan en las islas simbólicas en las que se desarrolla una existencia luminosa e intangible a imagen de la de los dioses olímpicos. En la tradición islámica existen frecuentemente alusiones al hecho de que ciertos guerreros, muertos en combate no estarían realmente muertos, afirmación no simbólica sino real, como también es real la existencia de ciertos estados supra-humanos, separados de las energías y de los destinos de los vivientes. Es cierto que aun hoy y precisamente en España e Italia, los ritos por los cuales una comunidad guerrera declara "presentes" a sus muertos en el campo del honor ha conseguido una fuerza singular. Es la idea del héroe que no está verdaderamente muerto, como la de los vencedores que, a la imagen del César romano, permanecen como "vencedores perpetuos" en el centro de la raza.
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