El Frente Negro N° 1 - Descargar
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Examinamos de nuevo las formas de la Tradición heroica que permiten a la guerra asumir el valor de una vía de realización espiritual en el sentido más riguroso del término, es decir, de justificación y finalidad trascendental. Ya hemos hablado de las concepciones que, desde este punto de vista, fueron las del antiguo mundo romano. Luego hemos dado un vistazo a las tradiciones nórdicas y al carácter inmortalizante de toda muerte realmente heroica sobre el campo de batalla.
Nos hemos referido necesariamente a estas concepciones para llegar al mundo medieval, a la Edad Media como civilización resultante de la antítesis de tres elementos: el primero romano, seguido del nórdico y finalmente del elemento cristiano. Nos proponemos ahora examinar la idea de la sacralidad de la guerra, tal como fue concebida y cultivada a lo largo de la Edad Media.
Evidentemente deberemos referirnos a las Cruzadas tomadas en un significado más profundo, es decir, no reducidas a determinismos económicos o étnicos, como suelen hacer los historiadores materialistas y mucho menos a un fenómeno de simple superstición y de exaltación religiosa, tal como pretenden algunos espíritus "avanzados", dejándolo en fin como un fenómeno simplemente cristiano.
Sobre este último punto no hemos de perder de vista la relación justa entre fin y medio. Se dice también que en las Cruzadas la fe cristiana se sirvió del espíritu heroico y de la caballería occidental, cuando precisamente fue todo lo contrario. La fe cristiana y sus fines relativos y contingentes de lucha religiosa contra el "infiel, de "liberación del Templo" y de "Tierra Santa", no fueron más que los medios que permitieron al espíritu heroico manifestarse, afirmarse, realizarse en una especie de ascesis distinta de la contemplación, pero no menos rica en frutos espirituales. La de los caballeros que dieron sus fuerzas y su sangre por la "guerra santa" no tenían más que una idea y un conocimiento teologal de lo más vago sobre la doctrina por la cual combatían.
Por otra parte, el contexto de las Cruzadas era rico en elementos susceptibles de conferir un valor y un significado superiores. A través de las vías del subconsciente, mitos trascendentales reafloran en el alma de la caballería medieval: la "conquista de la "Tierra Santa" situada "más allá de los mares" presenta, en efecto, infinitamente más referencias reales que las supuestas por los historiadores con la antigua saga según la cual "en el lejano oriente, en donde se alza el sol, se encuentra la ciudad sagrada en donde la muerte no reina sino que los valerosos héroes que saben esperarla gozan de una celestial serenidad y de una vida eterna". Por encontrar otra analogía diremos que la lucha contra el Islam revistió, por su naturaleza, desde el principio, el significado de una prueba ascética.
"No se trata de combatir por los reinos de la tierra -escribió Kluger, el célebre historiador de las Cruzadas- sino por el reino de los cielos; las Cruzadas no tuvieron como resorte a los hombres sino a Dios, (...) no se deben pues considerar como el resto de los acontecimientos humanos". La guerra santa debía, según la expresión de un antiguo cronista, compararse "con el bautismo semejante al fuego del purgatorio antes de la muerte". Los Papas y los predicadores comparaban simbólicamente aquellos que morían en las Cruzadas con el "oro tres veces ensayado y tres veces purificado por el fuego" que podía conducir al Dios supremo".
"No olvidéis jamás este oráculo -decía San Bernardo- ya vivamos, ya muramos, del Señor somos. Qué gloria para vosotros salir de la confrontación cubiertos de laureles.Pero qué alegría más grande la de ganar sobre el campo de batalla una corona inmortal... Oh, condición afortunada, en la que se puede afrontar la muerte sin temor, incluso desearla con impaciencia y recibirla con el corazón firme". La gloria absoluta estaba prometida al cruzado - gloria asolue, en provenzal- pues, a parte de la imagen religiosa se le ofrecía la conquista de la supravida, del estado sobrenatural de la existencia. Así Jerusalén, fin codiciado de la conquista, se presentaba simbólicamente, como ciudad celeste e inmaterial, pero también como una ciudad terrestre, es decir, que ante este doble aspecto la Cruzada tomaba un valor interior, independiente de todos sus aparatos, sus soportes y sus motivaciones aparentes.
Por lo demás, fueron las órdenes de caballería quienes ofrecieron el tributo más grande a las Cruzadas, con la Orden del Temple y la de los Caballeros de San Juan de Jerusalén, compuestas por hombres que, como el monje cristiano, tendían a despreciar la vanidad de esta vida; en tales órdenes se encontraban guerreros fatigados por el mundo, que habían visto y gustado de todo, prestos a una acción total que no sostenían ningún interés por la vida material temporal ni por la política ordinaria, en el sentido más estricto. Urbano II se dirigió a la caballería como a la comunidad supranacional de aquellos "dispuestos a partir hacia donde estallara una guerra, a fin de llevar el terror de sus armas para defender el honor y la justicia"... con más razón debían escuchar y atender la llamada de las Cruzadas y de la "Guerra Santa", guerra que, según la apropiación de uno de los escritores de la época, no tiene por recompensa un feudo terrestre, revocable y contingente, sino un "feudo celeste".
Pero el desarrollo mismo de las Cruzadas, en capas más amplias y en el plano ideológico general provocó una purificación y una interiorización del espíritu de iniciativa. Tras la convicción inicial de que la guerra por la "verdadera" fe no podía tener más que una salida victoriosa, los primeros fracasos militares sufridos por los ejércitos cruzados fueron un foco de sorpresas y asombro, pero a la postre sirvieron, no obstante, para sacar a la luz su aspecto más elevado.
El resultado desastroso de una Cruzada era comparado por los clérigos de Roma al destino de la virtud desgraciada que no es juzgada y recompensada más que en función de otra vida. Y esto anunciaba el reconocimiento de algo superior tanto en la victoria como en derrota, la colocación en el primer plano del aspecto propio a la acción heroica cumplimentada independientemente de los frutos visibles y materiales, casi como una ofrenda transformando el holocausto viril de toda la parte humana en "gloria absoluta" inmortalizante.
Es evidente que de esta manera se debía terminar por esperar un plano, por así decir, supratradicional, tomando la palabra "tradición" en su sentido más estrecho, más histórico y religioso. La fe religiosa en particular, los fines inmediatos, el espíritu antagonista, se convertían entonces como lo es la naturaleza variable de un combustible destinado solamente a producir y alimentar una llama. El punto central seguía siendo el valor santo de la guerra, pero se prefiguraban igualmente la posibilidad de reconocer que aquellos que inicialmente eran adversarios, parecían atribuir a este combate el mismo significado.
Este es uno de los elementos gracias al cual los Cruzados sirvieron, a pesar de todo, para facilitar un intercambio cultural entre el Occidente gibelino y el Oriente árabe (punto de reencuentro, a su vez, de elementos tradicionales más antiguos), pues la tendencia a esta convergencia va más allá de lo que la mayoría de los historiadores han demostrado hasta el presente. Las órdenes de caballería árabes, análogas a las occidentales en el plano de la ética, las costumbres y la simbología, se encontraron frente a las órdenes de caballería cristianas, y por ello la "guerra santa" que había dirigido a las dos civilizaciones, una contra otra en nombre de sus religiones respectivas, permitió igualmente su reencuentro y hablando en nombre de dos creencias diferentes, cada una terminó por dar a la guerra un valor espiritual análogo.
A partir de este momento, fuerte en su fe, el caballero árabe se elevó; se elevó al mismo nivel supratradicional que el caballero cruzado mediante su ascetismo heroico.
Este es otro punto a aclarar. Aquellos que juzgan las Cruzadas remitiéndolas a uno de los episodios más extravagantes de la "oscura" Edad Media, no suponen que lo que definen como "fanatismo religioso" es la prueba tangible de la presencia y de la eficacia de una sensibilidad y de un tipo de decisión cuya ausencia caracteriza la barbarie auténtica, ya que el hombre de las Cruzadas sabía todavía dirigirse, combatir y morir por un motivo que, en su esencia, era suprapolítico y suprahumano. Se asociaba así a una unión basada no sobre lo particular sino sobre lo universal.
Naturalmente no puede confundirse esto pensando que la motivación trascendente pudiera ser una excusa para hacer al guerrero indiferente, negligente a los deberes inherentes a su pertenencia a una raza y a una patria. Por el contrario, esencialmente se trataba de significados profundamente diferentes según los cuales, acciones y sacrificios pueden ser vividos y vistos desde el exterior, siendo absolutamente los mismos.
Existe una diferencia radical entre quien hace simplemente la guerra y quien, por el contrario, en la guerra hace también la "Guerra Santa", viviendo una experiencia superior, deseada, deseable y esperada para el espíritu. Si tal diferencia es, ante todo, interior, bajo el impulso de todo lo que interiormente tiene una fuerza, traduciéndose también hacia el exterior, derivando efectos, sobre otros planos y, más particularmente, en los términos de "irreductibilidad" del impulso heroico: quien vive espiritualmente el heroismo está cargado de una tensión metafísica, estimulado por un aliento cuyo objeto es "infinito" y superará siempre aquello que anima a quien combate por necesidad, por oficio o bajo el impulso de instintos o sugestiones.
En segundo lugar, quien combate en una "Guerra Santa" espontáneamente se sitúa más allá de todo particularismo, viviendo un clima espiritual que, en un momento dado, puede muy bien dar nacimiento a una unidad supranacional de acción. Es precisamente esto lo que se verificó en las Cruzadas, cuando príncipes y jefes de todos los países se unieron para la empresa heroica y santa, más allá de sus intereses particulares y utilitarios y de las divisiones políticas, realizando por vez primera una unidad europea conforme a su civilización común y al principio mismo del Sacro Imperio Romano Germánico.
Si debemos abandonar el "pretexto" y aislar lo esencial de lo contingente, encontraremos un elemento precioso que no se limita a un período histórico determinado. Rechazar, conducir la acción sobre un plano "ascético", justificarla también en función de este plano, significa separar todo antagonismo condicionado por la materia, preparar el lugar de las grandes distancias y los amplios frentes, para redimensionar, poco a poco, los fines exteriores de la acción en su nuevo significado espiritual: tal como se verifica cuando no es sólo por un país o por ambiciones temporales que uno combate, sino en nombre de un principio superior de civilización, de una tentativa de eso que, por ser metafísico, nos hace ir hacia delante, más allá de todo límite, más allá de cualquier peligro y de no importa que destrucción.
El individuo que se alimenta con carne roja y pan blanco, se traslada por medio de un motor y se viste con fibras sintéticas, ¿ vive mejor que el que come pan negro y queso blanco, se traslada en bicicleta y se viste con lana y algodón? La pregunta casi carece de sentido. Supone que, en una misma sociedad, el mismo individuo puede elegir entre dos modos de vida diferentes. Prácticamente, eso es imposible: se le ofrece un solo modo de vida, más o menos flexible o rígido, y ese modo de vida está determinado por la estructura de la producción y por sus técnicas. Ellas determinan el medio ambiente que condiciona las necesidades, los objetos que permiten satisfacer las necesidades, la manera de consumir o de utilizar esos objetos.
Pero la cuestión de fondo es ésta: ¿ qué es lo que garantiza el ajuste de la producción a las necesidades, tanto desde el punto de vista general como para cada producto? Los economistas liberales sostuvieron durante mucho tiempo que este ajuste está garantizado por la sanción del mercado. Pero esta tesis ya no tiene más que escasísimos defensores. Indudablemente, si se razona no globalmente -en términos de óptimo económico y humano- sino para cada producto tomado aisladamente, todavía se puede sostener que un producto totalmente desprovisto de valor de uso no encontraría adquirente. Sin embargo, es completamente imposible concluir de ello que los productos de consumo de masas más difundidos son realmente aquellos que, en una etapa dada de la evolución técnica, permiten satisfacer mejor y más racionalmente (a menor costo y con menor gasto de tiempo y de esfuerzo) una necesidad determinada.
En efecto, para la empresa capitalista, la búsqueda del óptimo económico y humano y la búsqueda de la rentabilidad máxima del capital invertido sólo pueden coincidir en forma accidental. La búsqueda de la ganancia máxima es la exigencia primera del capital, y el aumento del valor de uso no es más que un subproducto de esta búsqueda.
Por ejemplo, tomemos el caso de la generalización de los envases desechables para los productos lácteos. Desde el punto de vista del valor de uso, la superioridad de la leche o del yogurt en envase de celulosa puede ser nula (e incluso negativa). Desde el punto de vista de la empresa capitalista, en cambio, esa sustitución es netamente ventajosa. La botella o el frasco de vidrio representaban un capital inmovilizado y que no "giraba": los envases vacíos se recuperaban y servían indefinidamente, mientras motivaban gastos de manutención (recuperación, esterilización). Los envases desechables, en cambio" permiten una economía sustancial sobre la manutención, al mismo tiempo que la venta con ganancia, además del producto lácteo, de su envase. Los trusts lácteos, para aumentar sus ganancias, imponen entonces la compra forzosa de un nuevo producto, con aumento de precios para un valor de uso constante (y hasta menor).
En otros casos, la alternativa entre ganancia máxima y valor de uso máximo es aún más evidente. Por ejemplo, el trust Philips perfeccionó en 1938 la iluminación por tubos fluorescentes. La duración de la vida de sus tubos era entonces de 10000 horas. Su producción habría permitido cubrir las necesidades a poco costo y en un periodo relativamente corto; las amortizaciones, en cambio, habrían debido distribuirse durante un periodo largo; la rotación del capital habría sido lenta, la duración del trabajo necesario para la cobertura de las necesidades iría disminuyendo. Entonces el trust invirtió nuevos capitales para perfeccionar tubos que durasen 1 000 horas, para acelerar así la rotación del capital y realizar -a costa de notables deseconomías- una tasa de acumulación y de ganancia mucho más elevada.
Lo mismo sucede con las fibras sintéticas (cuya fragilidad, especialmente para las medias, ha ido aumentando) o con los vehículos de motor, dotados deliberadamente de órganos de desgaste rápido (tan costosos como lo serían órganos de desgaste mucho más lento). De manera general, y cualesquiera sean por otra parte las posibilidades objetivas, científicas y técnicas, la evolución técnica en función del criterio de la ganancia máxima diverge a menudo de una evolución que estuviera subordinada al criterio de la utilidad social y económica máxima. Aun cuando las necesidades fundamentales permanezcan en gran medida insatisfechas, el capital monopolista organiza objetivamente escaseces, despilfarra los recursos naturales y el trabajo humano, y orienta la producción (y el consumo) hacia los objetos cuya difusión es más rentable, cualquiera sea, en la jerarquía de las necesidades, la necesidad de tales objetos.
Globalmente, el capitalismo monopolista tiende hacia un modelo "opulento" que nivele el consumo "por lo alto": los bienes ofrecidos tienden a uniformarse mediante la incorporación de un máximo de "valor agregado", sin que éste aumente sensiblemente el valor de uso de los productos. En los casos límite (límite al que llega una gama impresionante de productos), el bien de uso se convierte en el pretexto para vender bienes suntuarios que multiplican su precio: se vende ante todo envase y "marca" (es decir, publicidad comercial), y sólo de pilón se vende un bien de uso. El envase y la marca, por lo demás, están expresamente concebidos para engañar sobre la cantidad, la calidad y la naturaleza del producto: el dentífrico está dotado de virtudes eróticas, el jabón de lavar de virtudes mágicas, el automóvil (en Estados Unidos) se promueve como un símbolo de la ubicación social.
La diversidad aparente de los productos encubre mal su uniformidad real: la diferenciación de marcas es marginal. Todos los automóviles norteamericanos se parecen debido a la incorporación de un máximo de "envase" y de falso lujo, hasta el punto de que una intensa propaganda comercial se orienta a "educar" a los consumidores, desde la edad escolar, en la percepción de las diferencias de detalle y en la no percepción del parecido sustancial. Esta dictadura monopolista sobre las necesidades y los gustos de los individuos sólo ha podido ser derrotada, en Estados Unidos, desde el exterior: por los fabricantes de automóviles europeos. La nivelación por "lo alto", es decir hacia la incorporación de un máximo de superfluo, se ha hecho en este caso en detrimento del valor de uso del producto, sin que los usuarios hayan podido, durante años, invertir la tendencia de un oligopolio a vender cada vez más caro bienes de un valor de uso en disminución.
La búsqueda de la ganancia máxima, para atenernos a este ejemplo que se refiere a una de las industrias piloto del país más desarrollado, ni siquiera se ha acompañado con una fecundidad científica y técnica. La tendencia a preferir lo accesorio a lo esencial, el mejoramiento de la tasa de ganancia al mejoramiento del valor de uso, ha constituido un despilfarro absoluto. La industria del automóvil norteamericana -que cambia sus modelos cada año y enfrenta a los dos mayores grupos del mundo no dio origen a ninguna de las cuatro innovaciones técnicas mayores de la postguerra. La competencia comercial actuó sólo en el sentido de la búsqueda de la productividad máxima, no en el de la búsqueda , del valor de uso máximo. La idea según la cual la competencia sería un factor de aceleración del progreso técnico y científico es así, en gran medida, un mito: no contribuye al progreso técnico más que en cuanto éste permite aumentar la ganancia. El progreso técnico, dicho en otros términos, se concentra esencialmente sobre la productividad, y sólo accesoriamente sobre la búsqueda de un óptimo humano tanto en la manera de producir, como en la manera de consumir.
Por eso, en todas las sociedades capitalistas desarrolladas, coexisten despilfarros gigantescos con necesidades fundamentales ampliamente insatisfechas (necesidades de viviendas, de hospitales, de escuelas, de higiene, etc.). Por eso también la afirmación de que la ganancia capitalista (sobreentendido: la ganancia distribuida o consumida) no pesaría demasiado (alrededor del 5% del ingreso consumido) en la economía, es una grosera mistificación.
Indudablemente, es verdad que la confiscación de las plusvalías consumidas por los capitalistas no permitiría mejorar sensiblemente la situación de las clases populares o sólo de los asalariados. Pero ya nadie afirma que lo que hay que atacar principalmente para transformar la sociedad es la ganancia que se embolsan los capitalistas individuales, los ingresos de las grandes familias y de la patronal. Lo que está en tela de juicio no son los ingresos individuales motivados por la ganancia capitalista; es la orientación que el sistema y la lógica de la ganancia, es decir de la acumulación capitalista, imprimen a la economía y al conjunto de la sociedad; es la política de administración capitalista del aparato de producción, y la inversión de las prioridades reales que provoca en el modelo de consumo.
Lo que interesa mostrar y denunciar constantemente es esto, esta organización del despilfarro de trabajo y de recursos por un lado, esta organización de escaseces (escasez de tiempo, de aire, de equipos colectivos, de posibilidades culturales, etc.) por el otro. Esta pareja despilfarro-escasez es el absurdo mayor, al nivel del modelo de consumo, del sistema y de la administración capitalistas. Romper lanzas contra las grandes familias y la ganancia (expresada en dinero) es siempre menos eficaz que cuestionar la política de administración capitalista de las empresas y de la economía en nombre de una administración diferente, es decir de una orientación de la producción en función de las necesidades y no orientada hacia la ganancia máxima. Mostrar la posibilidad de esta administración y los resultados diferentes que daría; esbozar un modelo de consumo diferente, es de un alcance revolucionario mucho más real que los discursos abstractos sobre los miles de millones de los monopolios y su eventual nacionalización. Este sólo será un objetivo movilizador unido a un programa concreto que indique por qué conviene nacionalizar, qué resultados -actualmente imposibles-, permitiría alcanzar la nacionalización, qué es lo que era podría y debería cambiar.