3 de febrero de 2010

Metafísica de la Guerra . II

Por Julius Evola


Hemos visto como el fenómeno del heroísmo guerrero ha podido revestir varias formas y obedecer a diferentes significados una vez fijados los valores de auténtica espiritualidad que lo diferencian profundamente.

Por ello vamos a comenzar examinando ciertas concepciones relativas a las antiguas tradiciones romanas.

En general, no hay más que un concepto laico del valor de la romanidad en la antigüedad. El romano no fue más que un soldado en el sentido estricto de la palabra y gracias a sus virtudes militares unidas a una feliz concurrencia de circunstancias hubo conquistado el mundo.

Antes que nada, el romano alimentaba la íntima convicción de que Roma, su "Imperium" y su "Aeternitas" se debían a fuerzas divinas. Para considerar esta convicción romana bajo un ángulo exclusivamente "positivo", es preciso sustituir esta creencia por un misterio: misterio de como un puñado de hombres, sin ninguna necesidad de "tierra" o "patria", sin estar poseídos por ninguno de estos mitos o pasiones que tanto acarician los modernos y con las que justifican la guerra y promueven acciones heroicas, sino bajo un extraño e irresistible impulso, fueron arrastrados cada vez más lejos, de país en país, reduciéndolo todo a una "ascesis de poderío". Según testimonios de todos los clásicos, los primeros romanos eran muy religiosos -"nostri maiores religiosissimi mortales"- pero esta religiosidad no permanecía sólo dentro de una esfera abstracta y aislada desbordada en la práctica hacia el mundo de la acción y en consecuencia , abarcaba también la experiencia guerrera.

Un colegio sagrado formado por los "Festivos" presidía en Roma un sistema bien determinado de ritos que servían de contrapartida mística a cualquier guerra, desde su declaración hasta su conclusión. De una manera general, es cierto que uno de los principios del arte militar romano era evitar librar batallas antes que los signos místicos hubiesen, por así decirlo, indicado el "momento".

Con las deformaciones y prejuicios de la educación moderna no se querrá ver en esto más que una superestructura extrínseca hecha a base de un fatalismo extravagante. Pero no era ni lo uno ni lo otro. La esencia del arte augural practicado por el patriciado romano, así como otras disciplinas análogas de carácter más o menos idéntico en el ciclo de las grandes civilizaciones indo- europeas no era descubrir el "destino" a base de una supersticiosa pasividad, sino, por el contrario, descubrir por adelantado los puntos de conjunción con influencias invisibles, para concentrar las fuerzas de los hombres y hacerlas más poderosas, actuando igualmente sobre el plano superior con el fin de barrer, cuando la concordancia era perfecta, todos los obstáculos y resistencias en el plano material y espiritual. Es difícil, pues, a partir de eso, dudar del valor romano, la ascesis romana de la potencia no era sólo en su contrapartida espiritual y sacra, instrumento de la grandeza militar y temporal, sino también un contacto y una unión con las fuerzas superiores.

Si fuese este el momento, podríamos citar numerosa documentación para basar esta tesis. Nos limitaremos sin embargo a recordar que la ceremonia del triunfo tuvo en Roma un carácter mucho más religioso que laico-militar y numerosos elementos permiten deducir que el romano atribuía la victoria de sus "duces" más a un fuerza trascendente, que se manifestaba real y eficazmente a través de ellos en su heroismo e incluso por medio de su sacrificio (como en el rito de la "devotio" en el que los jefes se inmolaban), que a sus cualidades simplemente humanas. De esta forma, el vencedor, revistiendo la "dignitas" del Dios capitolino supremo, a parte del triunfo, se identificaba con él, era su imagen, e iba a depositar en las manos de éste el laurel de su victoria, en homenaje al verdadero vencedor.

En fin, uno de los orígenes de la apoteosis imperial, el sentimiento que bajo la apariencia del Emperador se escondía un "numen" inmortal, está incontestablemente derivado de la experiencia guerrera: el "Imperator", originariamente era el jefe militar aclamado sobre el campo de batalla en el momento de la victoria, pero en ese instante aparecía también como transfigurado por una fuerza llegada de lo alto, terrible y maravillosa, que daba la impresión del "numen". Esta concepción, por otro lado, no es exclusivamente romana, se la encuentra en toda la antigüedad clásico-mediterránea y no se limitaba a los generales vencedores, se extendía a los campeones olímpicos y a lo supervivientes de los combates sangrientos del circo. En Hélade, el mito de los Héroes se confunde con las doctrinas místicas, como el orfismo, identificando al guerrero vencedor con el iniciado, vencedor de la muerte.

Testimonios precisos sobre un heroismo y un valor emanaban más o menos conscientemente de las vías espirituales, benditos no solo por las conquistas materiales y gloriosas a donde conducían, sino también por su aspecto de evocación ritual y de conquista espiritual.

Pasemos a otros testimonios de esta tradición que, por su naturaleza, es metafísica y en donde, en consecuencia, el elemento "raza" no puede tener más que una parte secundaria y contingente. Decimos eso, pues más adelante trataremos de la "Guerra Santa" que fue practicada en el mundo guerrero del Sacro Imperio Romano-Germánico. Esta civilización se presentaba como un punto de confluencia creadora de tres elementos romano uno, cristiano otro y, un último, nórdico.

Respecto al primero, ya hemos hecho alusión a él en el contexto que nos interesa. El elemento cristiano se manifestará bajo los rasgos de un heroismo caballeresco supranacional con las cruzadas. Queda el elemento nórdico. Con objeto de que nadie se llame a engaño al respecto, señalamos que se trata de un carácter esencialmente suprarracial, por lo tanto incapaz de valorizar o denigrar un pueblo en relación a otro. Para hacer alusión a un plano en el cual nos autoexcluimos de momento, nos limitaremos a decir que en las evocaciones nórdicas más o menos frenéticas que se celebran hoy en día "ad usum delphini" en la Alemania Nazi, por sorprendente que pueda parecer, se asiste a una deformación y a una depreciación de las auténticas tradiciones nórdicas tal como fueron originariamente y tal como se perpetuaron en los Príncipes que tenían por gran honor el poder denominarse "Romanos" aun no siéndolo de raza. Por el contrario, para numerosos escritores "racistas" de hoy, "nórdico" no significa más que "anti-romano" y "romano" tendría más o menos un significado equivalente a "judío".

Dicho esto, es interesante reproducir una significativa fórmula guerrera de la tradición celta: "Combatid por vuestra tierra y aceptad la muerte si es preciso: pues la muerte es una victoria y una liberación del alma". Idéntico concepto corresponde en nuestras tradiciones clásicas a la expresión "mors triunphalis". En cuanto a la tradición realmente nórdica nadie ignora lo relacionado con el Walhalla (literalmente: reino de los elegidos). El Señor de este lugar simbólico es Odín-Wotan que nos aparece en la Ynglingasaga, como aquel que, por su sacrificio simbólico en el "árbol del mundo", habría indicado a los héroes el modo de esperar el divino descanso en el lugar donde se vive eternamente sobre una cima luminosa y resplandeciente, más allá de las nubes. Según esta tradición, ningún sacrificio, ningún culto eran tan gratos a Dios, ni más ricos en recompensa en el otro mundo, como aquel realizado por el guerrero que combate y muere luchando. Aún hay más: el ejército de los héroes muertos en combate debe reforzar la falange de los "héroes celestes" que luchan contra el Ragna-rök, es decir, contra el destino del "obscurecimiento de lo divino" que, según las enseñanzas, como en el caso de las clásicas (Hesíodo) pesa sobre el mundo desde las edades más remotas. Encontramos este tema bajo formas diferentes en las leyendas medievales concernientes a la "ultima batalla" que librará el emperador jamás muerto. Aquí, para percibir el elemento universal, tenemos que sacar a la luz la concordancia de antiguos conceptos nórdicos (que, digamos de paso, Wagner desfiguró con su romanticismo ampuloso, confuso y teutónico) con las antiguas concepciones iranias y persas. Algunos se sorprenderán al saber que las famosas Walkirias no son quienes recogen las almas de los guerreros destinados al Walhalla, sino la personificación de la parte trascendente de estos guerreros cuyo equivalente exacto son las fravashi que en la tradición irano-persa están representadas como mujeres de luz y vírgenes arrebatadas de las batallas. Personifican más o menos a fuerzas sobrenaturales en que las fuerzas humanas de los guerreros "fieles al Dios de la Luz" pueden transfigurarse y producir un efecto terrible y turbulento en las acciones sangrientas. La tradición irania contenía igualmente la concepción simbólica de una figura divina, Mithra, concebida como el "guerrero sin sueño", que al frente de las fravashi de sus fieles, combate contra los emisarios del dios de las tinieblas, hasta la aparición del Saoshyant, señor de un reino que ha de llegar de "paz triunfal".

Estos elementos de la antigua tradición indo-europea repiten siempre los temas de la sacralidad de la guerra y del héroe que no muere realmente, sino que pasa a ser soldado de un ejército místico en una lucha cósmica, interfiriendo visiblemente con los elementos del cristianismo que puede asumir la divisa "Vita est militia super terram" y reconocer que no solamente con la humildad, caridad, esperanza y demás, sino también con una especie de violencia -la afirmación heroica- es posible acceder al "Reino de los Cielos". Es precisamente de esta convergencia de temas como la nación la concepción espiritual de la "gran guerra" propia de la Edad Media de las Cruzadas y que vamos a analizar decantándonos por adelantado sobre el aspecto interior individual siempre actual de estas enseñanzas.

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